El hombre y su casa...



EL HOMBRE Y SU CASA

Por Otto FRIEDRICH BOLLNOW

Hace algún tiempo, en un título de libro muy acertado, se designó al hombre del presente como "hombre sin casa". Me parece que de este modo se ha destacado muy certeramente su decisivo rasgo esencial: el hombre carece de morada en cuanto ha perdido el amparo de una casa que lo proteja y está expuesto, sin defensa alguna, a las calamidades del tiempo y del destino. En esta designación percibimos de inmediato la alusión al famoso pasaje de Goethe, donde Fausto, en la sombría escena de "La selva y la caverna", exclama en la desesperación más profunda: "¿No soy yo un fugitivo? ¿Un hombre sin casa? ¿Un monstruo sin objeto ni reposo?". Pero esta cita de Goethe nos hace advertir también, al mismo tiempo, un problema más profundo: mientras que el hombre del presente, por lo menos en sus portavoces que más se destacan públicamente, se vanagloria de su condición indefensa, como si con ella alcanzara la plena libertad del ser humano, como si todas las fuerzas protectoras fueran mentira y engaño que le ocultasen la verdadera grandeza de su humanidad-.[1]

Die Seitenzahlen des Erstdrucks sind beibehalten, es decir, la vida en su inseguridad fundamentalmente inajenable, en Goethe, en cambio, es esta la condición más lamentable del "monstruo" ("Unmenschen"), es decir, del hombre que ha perdido lo que esencialmente le pertenece. Y, según los citados versos, esto sería la casa. Goethe, por lo menos, parece haber considerado la casa como pertenencia esencial del hombre, de modo que sólo poseyendo una puede ser hombre en el sentido pleno de la palabra. Con esto queda determinada la cuestión que mueve las presentes reflexiones: ¿Qué decir de la relación entre el hombre y su casa? Nos preguntamos por el significado antropológico de la casa, es decir, por el significado de la casa para la determinación esencial del hombre. Para ello, volvamos una vez más a la designación del hombre del presente como "ser sin casa". Pero me parece que no es éste, sin más, el destino esencial del hombre, tal como se ha descubierto después de largos años de engaño, sino el destino profundamente incierto del hombre, tal como lo ha expresado el existencialismo. El existencialista, en efecto, es un hombre sin casa; en un sentido espiritual más profundo, ante una circunstancia inquietante que amenaza con anegarlo, se ha convertido también en un hombre sin patria. Apenas es necesario fundamentar en detalle tal afirmación. Heidegger expresa lo mismo diciendo que el hombre ha sido "arrojado" en el mundo. La palabra es muy significativa. Que el hombre haya sido arrojado al mundo significa más que encontrarse en él en un sentido neutral. No debemos ignorar la nota afectiva que repercute en esta palabra. Ser arrojado es cosa muy distinta a haber sido colocado cuidadosamente en su mundo o implantado en él. Implica un momento de descuido, por no decir de falta de amor; vale tanto como tirar o echar a un lado. No se puede determinar exactamente a dónde vuela el arrojado. Por lo tanto, el hombre se encuentra como "lanzado" en un mundo extraño e inquietante, en un sitio cualquiera que él no ha escogido y que es distinto al que él hubiera escogido. Cualquier sitio del mundo es tan bueno, o mejor, tan malo como cualquier otro. Sartre dice que el hombre está dentro, demás y sin sentido en su mundo. La angustia y el asco son, por lo tanto, los sentimientos que predominan en él. De hecho, eso es lo distintivo del hombre actual, en cuanto encarna en el existencialista. Y en efecto, tendremos que equiparar a ambos de cierto modo, pues el existencialismo no es una moda arbitraria en la historia de las ideas sino la expresión necesaria del hombre moderno caído en una profunda crisis. En cuanto esto es así tenemos que tomar muy en serio sus aseveraciones. Y con esto volvemos a nuestra pregunta originaria: ¿Vale para el hombre sin más lo que vale para el existencialista? ¿Habremos de soportar la condición de "ser sin casa" como destino ineludible y ver en toda búsqueda de morada, en toda aspiración a la seguridad, la huida profundamente deshonrosa y despreciable de la cruel realidad? ¿O no debe consistir más bien la tarea del hombre en ganar un punto firme en este mundo amenazador, encontrar un lugar en donde el hombre no haya sido arrojado al azar, sino al cual pertenezca, donde esté "en su casa"? ¿Lograr, frente al caos que arremete contra nosotros un reino del orden y establecerse en este orden? ¿Convertir la falta de «entendido en plenitud de sentido y construir mediante el trabajo responsable un mundo de paz y seguridad? ¿Darle de nuevo al hombre "sin casa" una casa en la que pueda vivir en paz? Sé muy bien, por supuesto, que no resulta muy oportuno hablar de estas cosas; pues hoy se reconoce como pensador profundo —por lo menos en Alemania— a aquel que proclama en siempre nuevas formas el carácter intranquilizador del mundo y el abandono del hombre. Por el contrario, a quien quiere crear seguridad, a quien sólo pronuncia la palabra, ya se le tilda de tonto despistado o de algo peor. Pero tampoco se puede impugnar la justificación de semejante crítica. Es decir, no se podía impugnar frente a la incauta seguridad del mundo antes de las guerras mundiales, antes de 1918 y también antes de 1945; de ese mundo que hoy nos gusta calificar de siglo XIX y que en algunos epígonos se ha extendido hasta dentro del siglo XX. Pero repetir esto una y otra vez se ha tornado no sólo aburrido sino también irresponsable. Mientras más amenazadoramente nos acometen las fuerzas del caos y más peligra nuestra vida, mucho más importa también aunar todas las fuerzas para lograr un mundo ordenado en el que se pueda habitar en paz. Repitamos: buscamos una nueva y más profunda determinación del hombre en relación con su mundo, no porque no veamos los abismos del nuestro, sino al contrario, porque los vemos y reconocemos con toda claridad. Esta nueva relación trato de definirla como "habitación"' (Wohnen). Afirmo que el habitar es la relación del hombre con su mundo adecuada a la esencia de aquél. Importa que el hombre reanude de nuevo este destino; es decir, que aprenda a habitar de nuevo. Sin embargo, en su forma prístina, el habitar tiene lugar en la casa, y por mediación de la casa, también en el mundo. Por lo tanto, tenemos que preguntarnos: ¿Qué significa esta palabra? ¿Qué quiere decir "habitar"? ¿Y qué tiene que ver el habitar con la posesión de una casa? Estoy convencido de que con este planteamiento lo que hacemos no es coger al paso un rasgo cualquiera, sino dar en el blanco de la esencia del hombre, frente a las angustias de nuestro tiempo. Tengo que hacer notar que no he sido yo quien ha originado este planteamiento. En él he tratado sólo de recolectar y de entender en conjunto determinadas notas y principios que en los últimos años se han desarrollado independientes unos de otros, pero que tienen una relación muy profunda. Por lo tanto, mi papel será el de intérprete de un desarrollo, lo que me parece de la mayor importancia. En primer lugar, habría que traer aquí el nombre de Saint Exupéry, cuya gran obra póstuma, la "Ciudadela", la "Ciudad en el Desierto" (como se ha traducido: "Stadt in der Wüste"), gira toda alrededor de este gran problema: cómo el hombre, por medio de la construcción de una sólida ciudadela, logra un punto firme en contra de las fuerzas caóticas que encarna la imagen del desierto. Aquí se expresa ya con todo rigor: "He descubierto una gran verdad al darme cuenta de que los hombres habitan — que les hommes habitent — y de que el sentido de las cosas se transforma para ellos según el sentido que tenga su casa". Se descubre aquí, pues, rigurosamente que los hombres habitan, que sólo en el habitar pueden realizar su esencia más íntima; y esto se aclara, desde las perspectivas más variadas, en extensas consideraciones. En segundo lugar, habría que referirse aquí a Heidegger, que en su conferencia de Darmstadt "Construir, habitar, pensar" emprende una profunda revisión de su determinación anterior del hombre a base del "ser-arrojado". Aquí resume: "Ser-hombre significa... habitar", y acentúa que los hombres tienen que aprender primero a habitar, pues con ello se expresa que la posesión de una casa no significa automáticamente habitar, sino que habitar es una tarea que exige una transformación radical de la relación total con su mundo, la cual puede encontrarse sólo en un esfuerzo extremo, en una renovación de la esencia interior del hombre, justamente en la superación del existencialismo. Y aun cuando el tema de esta exposición tiene un lugar destacado en el Heidegger tardío, es de notar, por lo demás, que en él la palabra habitar adquiere un significado especial: designa allí Heidegger al habitar como -la casa del ser-, en la que vive el hombre. El habitar trasciende así del sentido literal del vivir en una casa para pasar a significar: -la variedad y modo como el hombre se encuentra en el mundo-. Pero; sobre todo, hay que nombrar aquí al filósofo francés Bachelard. Su "Poética del Espacio", también traducida al alemán, en el fondo no es otra cosa que una filosofía de la casa, vista en su significación antropológica más profunda: un análisis de "la función originaria del habitar", según su propia expresión. Y ese análisis es llevado a cabo por él de un modo magnífico desde el sótano hasta el techo, desde la choza hasta el palacio. La casa; nos dice, "sostiene al hombre a través de todas las tempestades del cielo y de la tierra". Y en otro lugar: "Una casa ... es un instrumento para hacer frente al cosmos. . .”

La casa nos permite decirle a todo, y contra todo: “seré un habitante del mundo, a pesar del mundo". Aquí hago notar ya que el habitar en la casa, simultáneamente, posibilita el habitar en el mundo, es decir, esclarece la relación con el mundo en su totalidad. Expresamente Bachelard objeta el malentendido del "arrojamiento" tal como lo ve el filósofo de la existencia: "Antes de 'ser arrojado al mundo', como enseñan algunos metafísicos, al hombre se le coloca en la cuna de la casa". El ser expulsado de ella, el "ponérsele en la calle" en sentido literal, es siempre un acontecimiento secundario y nunca un sino insuperable. Y esto hay que entenderlo no sólo en sentido temporal, sino también en un sentido hondamente objetivo. Merleau Ponty, en su última etapa, ha tratado el problema de la manera más radical. O mejor, debido a su muerte temprana, no dejó una filosofía consecuente del habitar, pero, el concepto del habitar se convirtió para él en la clave que aglutina todo su pensamiento. Trasciende del mero habitar en la casa y adquiere un sentido universal. Dice a propósito de esto que: “el hombre habita en su cuerpo, en las cosas, en el tiempo y en el espacio y, en general, en el ser”. “El habitar es la relación verdadera, la relación propiamente humana con el mundo”, y este habitar general, por otra parte, está en indisoluble conexión con el habitar en sentido más restringido, con el habitar la casa. De este modo, la casa adquiere una función central en la constitución esencial del hombre. No trataré de reunir más citas. Las pocas referencias apuntadas deberán bastar para hacernos patente que estamos en el rastro de un problema, si no del problema fundamental del ser-hombre. En vez de ello, tratemos de reflexionar sobre el contenido objetivo de las preguntas ya sugeridas y volvamos, con algunas indicaciones más a la pregunta original:

¿Qué significa habitar? Trataré de estructurar la respuesta en varias etapas.

1.      Habitar significa no encontrarse ya en un sitio casual, perseguido continuamente como un eterno fugitivo, sino pertenecer a un sitio determinado del que parten todos los caminos del mundo y al cual vuelven; arraigar [estar radicado] en un sitio y construir su mundo desde él. Hablamos, en suma, de una morada y esta morada es el "medio" del mundo ordenado, y sólo en cuanto el hombre puede habitar tiene en su mundo un medio y, con él, un orden organizado.

2.      El hombre, para poder morar en su morada, es decir, permanecer por largo tiempo en ella, residir en ella, necesita cierta extensión espacial, en la que su vida pueda desarrollarse. La morada tiene que ser un espacio habitable. Designemos brevemente a éste como vivienda. De este modo se da la organización fundamental del espacio experimentado y vivido por el hombre, es decir, la división entre un espacio interior y un espacio exterior, los cuales tienen un carácter fundamentalmente distinto. La unión de los dos, en tensión mutua, determina el espacio de la vida humana. Uno es el espacio del trabajo y del rendimiento, el espacio de la vida activa; el otro el espacio del descanso y de la paz, en el que el hombre puede retirarse y sentirse seguro, un espacio de recogimiento. Y la salud de la vida humana depende del debido equilibrio entre ambas esferas. Para que este espacio habitable proporcione tal recogimiento, tiene que estar delimitado y asegurado contra intrusiones indeseables.

3.      Tiene que ofrecer protección. Esto lo ofrece ya, en condiciones elementales, una cueva, y por eso es ella la forma originaria de habitación. Donde falta la cueva natural, el hombre deberá crearse una cueva artificial: erige muros y los cubre con un techo; en suma, construye una casa, que lo protege de las inclemencias del tiempo y de los ataques de los enemigos. Saint Exupéry ha elaborado esta idea muy eficazmente en su imagen de “la ciudadela”. Hablo aquí en general de una casa, aunque ésta puede revestir formas particulares muy diversas y hoy en día consiste por lo regular en un apartamento.

Dicha protección del mundo no tiene que referirse, sobre todo en nuestro mundo civilizado, a la amenaza inmediata al cuerpo y a la vida. La casa nos resguarda del simple momento de la molestia del mundo, como, por ejemplo, de visitantes indeseados. El mundo de afuera no es sólo el mundo del trabajo, sino también el mundo de la vida en común con los demás hombres, el mundo público. El mundo de la casa, por el contrario, es el mundo de lo privado, en donde el hombre vive para sí con los suyos, con su familia, y al que se retira del mundo público. A pesar de que hoy no agrade oírlo y de que se desprecie como parte del pensamiento burgués, el hecho de que la conservación de este espacio privado sea condición imprescindible para la salud espiritual del hombre, sigue siendo verdad y tiene una importancia decisiva. En ella —en la casa— no sólo puede descansar el hombre físicamente sino también volver a sí interiormente, tras haberse extenuado en los oficios del mundo, para regresar a sus negocios fortalecido de nuevo.

4.      Este mantenimiento de la esfera doméstica se refiere no sólo a los hombres extraños concretos, que la puerta mantiene alejados, por lo cual la entrada o la puerta se convierte en parte importante de la casa (que habría que examinar más de cerca en cuanto a su función), sino que tiene que ver también con la forma anónima en que hoy en día lo público penetra en la esfera privada de la casa por los tan discutidos medios propios de nuestra sociedad de masas. No podremos eliminar la radio y la televisión (ahora mismo estamos en su dominio, en cuanto esta conferencia ha sido programada y la transmite Radio Berna), pero en su uso incontrolado representan una amenaza seria a la esfera doméstica, que habrá que resolver, pues la esfera doméstica —que es lo que nos interesa hoy— es imprescindible para el desarrollo de la humanidad del hombre.

5.      Para que la casa pueda cumplir con la misión de hacerle posible al hombre vivir en paz y tranquilidad, no sólo necesita de muros exteriores que lo defiendan del mundo, sino que también necesita formarse como un espacio hacia adentro, en que el hombre pueda sentirse a gusto porque irradie una atmósfera de paz. En suma, debe tener carácter de habitabilidad. Esta es una determinación esencial ulterior que tenemos que añadir aquí. Establecer todo lo que pertenece a esta habitabilidad exigiría una investigación de por sí. Minkowski ha escrito un fascinante articulo sobre esto bajo el título de Intimidad. En todo caso, la habitación tiene que ser no sólo amplia y dispuesta convenientemente, sino que debe invitar también al descanso, lo cual puede impedir una disposición demasiado racional.

6.      Debe tener también cierto carácter placentero. En esto se distingue, por ejemplo, de una oficina o de una iglesia. Frente al paso del tiempo debe representar un momento de permanencia. A esto se debe que toda la vida del hombre que la habita se imprima en ella. Los objetos del interior tendrán el carácter de algo antiguo y familiar. Y algunos recuerdos, objetivamente innecesarios, unirán el presente con épocas anteriores de la vida. Así, el espacio adopta el carácter del hombre que lo vive, y para conocer a una persona, antes que nada, habrá que conocer la casa que se ha construido, pues la casa es expresión de su esencia. Profunda nos parece también la idea de Minkowski, según la cual la plena habitabilidad de una casa se logra sólo en la vida en común de una familia; que por lo menos sean dos las personas que vivan juntas, de las cuales la otra siempre estará presente en la casa, aun cuando no lo esté físicamente.

Todo esto se podría desarrollar extensamente, pero tenemos que recordar que hasta el momento sólo hemos considerado un aspecto del habitar y estamos en peligro de perder de vista el todo. Hemos hablado del espacio que el hombre necesita para habitar y de las cualidades que tiene que tener para que sea adecuado al fin de ser habitado. Pero todavía no hemos hablado del hombre que vive en él, ni tampoco de las cualidades que ha de tener para vivir en él. Pues la posesión de una casa es una condición necesaria para habitar, pero no garantiza de por sí el habitar mismo. ¿Cómo se entendería, si no, la afirmación de Heidegger de que los hombres tienen que aprender a habitar? De manera que se repite la pregunta que hemos aplazado debido a consideraciones preliminares. ¿Qué significa habitar? Habitar, podemos establecerlo de nuevo, no consiste en la posesión exterior de una casa, sino en una disposición espiritual interior del hombre, que la posesión de una casa hace posible, pero que no se realiza todavía necesariamente con ella. Con esto se plantea la pregunta por la verdadera relación del hombre con su casa, por el modo cómo se encuentra el hombre en su casa. Obviamente este encontrarse es muy distinto al de un objeto que se encuentra en un recipiente.

A continuación, hay que considerar el hecho de que no sólo puede el hombre estar dentro de su casa o fuera de ella; sino que también el hombre mismo cambia según se encuentre fuera o dentro de su casa; que no sólo se comporta de manera distinta, sino que también adquiere una estructura de conciencia distinta. Volvamos ahora a la distinción fundamental entre espacio interior y exterior. El mundo exterior a la casa es el mundo de la "vida hostil", el mundo del trabajo y los peligros. En él, tiene que estar el hombre en guardia en todo momento. Necesita la atención máxima para dominar las situaciones y para reaccionar rápidamente ante las sorpresas. Necesita en todo momento tener disciplina y conciencia de lo que hace. Por eso es este el reino de la completa escisión entre objeto y sujeto. Es un mundo que tiene sus virtudes especiales. Exige osadía, arrojo, ataque desde lejos, y aspiración sin límites. La casa, en cambio, exige una actitud completamente distinta y quien pretendiera probar su heroísmo en el sillón o en la mesa familiar, sería considerado, justificadamente, como un ridículo charlatán. La casa no es lugar para probar heroísmos, sino reino de seguridad, en el que el hombre no necesita concentrarse y estar en tensión. En cierto modo, puede desarmarse. Reingresa en un estado de conciencia menos explícito, con lo que, al mismo tiempo, se relaja la tensión entre sujeto y objeto. Se siente levantado y llevado por este mundo conocido. Puede abandonarse. En fin, puede también dormir, pues sólo se puede dormir en un espacio cerrado, a salvo, de donde no sólo los peligros sino también las simples molestias estén excluidas, donde el hombre se pueda abandonar a sí mismo, sin necesidad de asegurarse.

Si tuviéramos más tiempo, deberíamos explicar con más detalle el significado del lecho en la vida del hombre, pues en el lecho se repite la función protectora de la casa en modo intensificado. La cama es el lugar de la seguridad absoluta, de donde parece que se ha apartado el ruido del mundo y se eliminan los cuidados y preocupaciones de la vida del hombre. Cuando éste deja que el sueño lo venza, puede dormir tranquilo, porque ya no hay nada que lo amenace, y entonces entra verdaderamente en un nivel más profundo de su alma, se hace uno con el fundamento del ser, para, al despertar por la mañana volver al mundo de las realidades objetivas. Esto se puede formular con más rigor aún: en el mundo exterior a la casa el hombre se encuentra en un espacio hostil y extraño, que le acometa y amenaza.

Se encuentra allí frente al espacio, en cierto modo en defensiva continua. El espacio sigue siendo un medio extraño en el que se encuentra el hombre, forastero él también. Podríamos decir, en efecto, que el hombre se encuentra arrojado al espacio, si no tuviéramos que añadir que ha sido él mismo quien, osada y libremente, ha penetrado en este espacio y lo ha llenado y configurado con su actividad. Otra es la situación en el espacio doméstico. Este no está frente al hombre, sino que el hombre se ve en él recibido y llevado por un medio benévolo. Penetra en este espacio, se siente aceptado en él y se funde con él. En verdad, aquí, podemos acentuar el uso del pronombre posesivo: en cierto sentido es su espacio, que le pertenece y con el cual puede identificarse. Con ello, podemos precisar aún más: habitar una casa significa tener un espacio que ya no se le da a uno como algo exterior con lo que uno pueda comportarse con toda libertad, sino que uno está tan fundido en ese espacio particular propio que, por encima de la escisión de sujeto y objeto, se identifica con él. Hablo de un espacio propio. El hombre siente su habitación no como una propiedad ajena, sino como perteneciente a sí mismo, como parte de sí mismo. El hombre es su casa. Se ha conservado un giro cómico del lenguaje, según el cual a una persona se la puede llamar familiarmente "casa vieja". En ello vemos reminiscencias de una antigua sabiduría que equipara al hombre con su casa. Aquí puede ser útil la referencia a Merleau Ponty, quien designa la difícilmente determinable relación del hombre con su cuerpo como un habitar, y quien, por lo tanto, afirma que el hombre habita en su cuerpo. También se puede considerar la analogía a la inversa, es decir, tratar de explicar la relación con la casa por medio de la relación con el cuerpo: “La casa es, en efecto, un cuerpo ampliado”. Es la misma relación, difícil de aprehender. Así como no puedo decir sin más que soy mi cuerpo, ni tampoco que tengo mi cuerpo, sobre todo si concibo el tener como un poseer, del mismo modo sucede con la casa: quizás sea exagerado decir que tengo mi casa, sobre todo si se concibe el tener en el sentido de posesión exterior. La relación se complica más todavía por el hecho de que el tener representa ya de por sí un problema extraordinariamente difícil. La casa nos pertenece de distinta manera a como nos pertenece una cosa exterior. Estoy unido a ella de modo más profundo. Por eso, cuando se ofende a mi casa, me siento yo inmediatamente ofendido, de un modo que apenas puedo explicar racionalmente, no muy distinto a cuando una persona extraña me toca el brazo. La casa tiene un carácter verdaderamente sagrado. Y sólo en virtud de ello entendemos por qué la entrada desautorizada se siente como una violación de la paz doméstica, como un atropello tan grave. Por lo mismo, se comprende también la aguda sensibilidad del campesino ante el hecho de que un forastero cruce por su campo; no es tanto por el daño que pueda ocasionar, cuanto por la ofensa hecha a su persona. Él mismo se siente injuriado en su campo. Sólo con este trasfondo podemos llegar a entender suficientemente qué significa habitar y comprendemos que este habitar no le acontece al hombre sin más y por sí mismo, tiene que ser aprendido mediante un esfuerzo penoso.

Y sin embargo, no nos debemos detener aquí todavía. Aunque en sentido profundo es verdad que el hombre sólo puede realizar su esencia humana como morador, en posesión de una casa, significaría desconocer radicalmente la condición humana el pretender definir al hombre sólo como morador. Dijimos ya que la casa y el mundo de fuera pertenecen al hombre de igual manera y que el hombre deformaría su esencia, que la mutilaría, si como un cómodo burgués se refugiase en la paz doméstica. El hombre tiene que salir a la vida hostil para cumplir su gran misión y llevar a cabo sus grandes hazañas. En la casa no se realiza la grandeza de una vida humana. Pero para poder cumplir esta misión necesita como contrapelo el mundo protector de su casa, a la que regresa y de la que de nuevo vuelve a salir. Si en la antigua tradición cristiana, por una parte, se ha considerado al hombre como “homo viator”, como viajero incansable, por nuestra parte tendremos que entenderlo como morador. Resumido en una fórmula breve: el hombre como viajero y como morador. Sólo en esta doble condición se realiza el destino del hombre. A esto se añade un segundo factor: sería temeridad creer que el hombre puede encontrar seguridad definitiva en su casa. "Cada hogar está amenazado" —se dice ya en Saint Exupéry. Y si tomamos la casa como la encarnación del orden humano, habrá que recordar que todo orden es conquistado penosamente a fuerzas del caos y se desmorona si no se defiende, en modo siempre diverso, de las fuerzas de la destrucción. Kafka, en su cuento "El Edificio", ha destacado en forma impresionante el hecho de que todo esfuerzo hacia una seguridad definitiva conduce a desesperadas y siempre renovadas angustias. Cada casa es sólo un refugio transitorio, y con la muerte, a más tardar, el hombre tendrá que abandonar la casa más segura y sólida.

Así pues, la indestructibilidad de la casa es una ilusión. Y las experiencias de nuestra vida nos han enseñado cuántas casas y cuántos órdenes han sido destruidos, a cuántas catástrofes están expuestos los hombres. Los existencialistas han puesto de relieve estas experiencias con rigor conceptual: “el hombre es el ser contenido en la nada, el ser de una inseguridad total”. Y, sin embargo, vemos, cómo los hombres continúan construyendo sus casas y fundamentan su vida en ellas. A pesar de que los existencialistas y otros hombres que sienten en sí el apogeo de la modernidad se burlen de ellos. Por eso, nos preguntamos: ¿De dónde sacan el valor y el derecho de continuar este trabajo dudoso? ¿Lo hacen por obstinación ensañada, como el Sísifo de Camus? ¿No sería más inteligente renunciar del todo a un empeño tan vano? Esta me parece una cuestión profunda, la última cuestión decisiva de nuestra vida, que exige toda nuestra seriedad y responsabilidad. Trataré de contestarla lo mejor que pueda y en conciencia, aun cuando sé que con ello provoco a los burlones. He aquí la respuesta: Si los hombres, a pesar de todas las amargas experiencias, a pesar de todos los horrores del mundo, siguen construyendo su casa, esto significa que en lo más profundo de su corazón están convencidos de que este esfuerzo vale la pena, que en lo más íntimo se sienten protegidos y este sentir les da la fuerza necesaria. Me refiero de nuevo a Bachelard, cuando pregunta: "¿Construiría el pájaro su nido si no tuviera una confianza instintiva el mundo?". Y lo que vale para el pájaro, vale también para el hombre. Continúa diciendo: "Nuestra casa es un nido en el mundo”. “Vivimos en él con una confianza innata". También habla de una "confianza cósmica", una confianza en las entrañas del mundo que se vislumbra detrás de todo esfuerzo humano hacia la paz y la seguridad. Sólo con esta confianza puede construirse una casa. La posibilidad de semejante confianza es el último secreto de la vida humana. Me agradaría llamarla una proto experiencia metafísica y hacer profesión de ella, a despecho de todos los burlones. Y esta experiencia le da al hombre, a pesar de todas las catástrofes, no sólo la fuerza sino también el deber de construir una casa, pues sólo en posesión de una casa, sólo como habitante, puede ser hombre completo. Con eso se cierra el círculo y se aclara el sentido de nuestra primera aseveración acerca del significado de la casa para la realización esencial del hombre. Sin casa el hombre es, en efecto, un monstruo, el fugitivo sin objeto ni reposo. Sólo por medio de la casa logra el hombre poner pie firme en el mundo. Y esta firmeza hay que alcanzarla a pesar de todos los trastornos, pues sólo en ella puede el hombre ser hombre en el pleno sentido de la palabra. Y así entendemos el sentido antropológico de la casa: “la casa; como la cuna de la humanidad”.

(Pésima traducción del texto inédito alemán por, traductor de Google y “el profesor” Esteban Tollinchi, de la Universidad de Puerto Rico, editado por Ricardo Pinelo)



[1] Conferencia transmitida por Radio Berna el 13 de febrero de 1966. 11 * Erschienen in: La Torre. Revista General de la Universidad de Puerto Rico, Vol 54, septiembre-diciembre 1966, pp11-24.